2 de abril de 2012

Lepra y Sífilis

Vamos a ocuparnos ahora de estas dos calamitosas y graves enfermedades, una antigua y otra moderna, que han reinado en nuestro hemisferio. Dom Calmet, gran erudito o, lo que es igual, gran compilador de lo que se dijo  antiguamente y lo que se repite en nuestros días, confundió la sífilis y la lepra. Sostiene que el santo varón Job estaba aquejado de sífilis, y supone, tomándolo de un comentarista apellidado Pineda, que la sífilis y la lepra son una misma cosa. Mas no vaya a creerse que Calmet sea médico, ni que razone, sino que cita, y sabido es que en su oficio de comentarista las citas siempre ocupan el lugar de las razones. Refiriéndose al poeta gascón Ausonio que fue cónsul y preceptor del infortunado emperador Graciano, y hablando de la enfermedad de Job, invita a los lectores a leer el siguiente epigrama que dirigió Ausonio a una dama romana llamada Crispa: «Crispa fue siempre placentera con sus amantes, y para que gozaran les ofrecía su lengua y su boca, y les brindaba todos los agujeros de su cuerpo. Celebremos, amigos míos, sus extremadas complacencias». No alcanzamos a comprender qué tenga que ver ese epigrama con lo que se imputa a Job, que por otra parte ya hemos demostrado que no existió nunca y es un personaje alegórico de una leyenda árabe.

Cuando Astruc, en su Historia de la sífilis, aduce lo dicho por varios historiadores para probar que la sífilis es originaria de la isla de Santo Domingo y los españoles la trajeron de América, sus citas son más convincentes. Dos cosas prueban —a mi modo de ver— que adquirimos de América la sífilis: la primera es la multitud de autores, médicos y cirujanos del siglo XVI que lo atestiguan, y la segunda, el silencio que guardan respecto a ella los médicos y poetas de la Antigüedad, que nunca conocieron esa dolencia, ni siquiera de nombre. Los médicos, empezando por Hipócrates si la hubieran conocido la habrían descrito caracterizándola, le hubieran puesto nombre y habrían recetado remedios. Los poetas, que son malignos, se hubieran ocupado en sus sátiras de la blenorragia, chancro, bubones y lo que produce esa horrible afección, y no se encuentra en ningún epigrama de Horacio, Cátulo, Marcial y Juvenal nada que toque ni remotamente a la sífilis cuando se complacen en describir detalladamente todos los efectos de la crápula.

No cabe, pues, la menor duda que los romanos no conocieron la viruela hasta el siglo VI, la sífilis americana no pasó a Europa hasta fines del XV y la lepra es tan distinta de esas dos enfermedades como la parálisis del baile de San Vito. La lepra es como una sarna de especie horrible. Los judíos se vieron afectos de esa enfermedad contagiosa más que ningún pueblo de los países cálidos porque no tenían prendas de lienzo, ni baños domésticos. Era un pueblo tan desaseado que sus legisladores tuvieron que publicar una ley para conseguir que se lavaran las manos.

Lo único que ganamos al finalizar las guerras de las cruzadas fue la sarna. y de cuanto ganamos fue lo único que perdura. Tuvimos necesidad de edificar en todas partes asilos para los leprosos y encerrar en ellos a los que padecían de sarna pestilencial o incurable. La lepra, el fanatismo y la usura, fueron los tres caracteres distintivos de los hebreos. Como esos desgraciados carecían de médicos, los sacerdotes se arrogaron el cuidado de regir a los
leprosos, como si ello fuera incumbencia de la religión Los sacerdotes no curaban la lepra, sino que se concretaban a separar de la sociedad a los que la padecían y de esta manera adquirieron prodigioso poder. Encarcelaban a los leprosos como si fueran delincuentes; así, la mujer que deseaba deshacerse de su marido podía conseguirlo sobornando a un sacerdote, el cual encerraba despóticamente al marido. Los hebros y quienes les gobernaban eran tan ignorantes que tomaron las polillas que roen la ropa por lepra, al igual que la mugre que aparece en las grietas de las paredes, y por ello el infeliz pueblo judío quedó bajo el dominio sacerdotal.

Cuando empezó a conocerse la sífilis internaron a algunos enfermos en los asilos de leprosos, pero éstos los recibieron con indignación y elevaron una solicitud pidiendo que los separaran, como los encarcelados por deudas o asuntos de honor, porque no querían ser confundidos con la hez de los criminales. En una de nuestras novelas dejamos ya constancia de que el Parlamento de París publicó el 6 de marzo de 1469 un decreto disponiendo que todos los sifilíticos que no fueran vecinos de París salieran de la ciudad en el término de veinticuatro horas bajo la pena de ser ahorcados. Esa sentencia no es sensata, cristiana, ni justa, pero prueba que consideraban la sífilis como una nueva calamidad que no tenía nada de común con la lepra, toda vez que no ahorcaban a los leprosos por dormir en París y sí a los sifilíticos.

Los hombres muy desaseados pueden contraer la lepra, pero no la sífilis porque la proporciona la naturaleza, cuyo regalo debemos a América. Hemos reprochado otras veces a la naturaleza, que es tan buena y tan mala, el haber obrado contra el fin que se propuso envenenando el manantial de la vida, y continuaremos lamentándonos todavía de no haber hallado solución a este terrible azote.

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