"Según tengo entendido... de inmediato", balbuceó el miembro del Politburó del Partido Socialista de Alemania Oriental Günter Schabowski en una conferencia de prensa en Berlín Oriental el 9 de noviembre de 1989 a las 18:53, tras echar una ojeada a un papel que le habían entregado minutos antes. El funcionario respondía así a la pregunta del periodista italiano Riccardo Ehrmann sobre la fecha a partir de la cual el régimen de la Alemania socialista tenía previsto facilitar los viajes al exterior de sus ciudadanos. "Creíamos que permitiendo los viajes al extranjero salvaríamos a la República Democrática Alemana", explicó Schabowski 20 años después de aquella memorable tarde.
El régimen comunista alemán "de los trabajadores y los campesinos" estaba bajo presión. Ese año, los polacos se habían deshecho del gobierno comunista a través de elecciones y el líder soviético Mijail Gorbachov anunciaba tiempos de cambio. "Señor Gorbachov, tire abajo este muro", había conminado en 1987 el entonces presidente norteamericano Ronald Reagan al jefe de Estado de la Unión Soviética. Gorbachov no lo derrumbó, pero sentó las bases para su desplome con su política de transparencia y reformas a partir de 1985, enviando también una señal de esperanza a los alemanes del otro lado del Telón de Acero.
Sin embargo, la cúpula de Berlín Oriental optó por la inercia. En octubre, el gobierno de Erich Honecker festejó con un gran desfile militar el cuadragésimo aniversario de la República Democrática Alemana y anunció que el muro seguiría allí "por otros cien años". Honecker desoyó la advertencia que le hizo Gorbachov después del desfile: "Al que llega tarde la vida lo castiga". Once días más tarde, el veterano Honecker dimitía bajo presión y era reemplazado por Egon Krenz.
El gobierno de Berlín Oriental sabía que la situación no podía seguir así. Millones de alemanes orientales se habían hartado de ser ciudadanos de segunda, sin libertades y con perspectivas económicas muy modestas. Desde septiembre, decenas de miles de jóvenes aprovecharon la apertura de la frontera de Hungría con Austria para huir al oeste, mientras que otros consiguieron hacerlo refugiándose en las embajadas de Alemania Federal en Praga, Varsovia y Berlín Oriental.
En Leipzig, el 9 de octubre se echaron a la calle 70.000 personas para demandar democracia y libertad y en Berlín Oriental se reunieron un millón en la céntrica Alexanderplatz el 4 de noviembre. Durante semanas había ido en aumento la tensión, en las calles, en las iglesias -donde comenzaron a reunirse los manifestantes y activistas de derechos cívicos-, bares y teatros.
Mientras que el funcionario Schabowski no pareció darse de la magnitud de lo que estaba anunciando, miles de alemanes orientales salieron a la calle medio incrédulos a intentar cruzar el muro y la frontera que los dividían de la otra Alemania y del otro Berlín. En el muro, los guardias fronterizos y policías se rindieron ante las masas que, documento de identidad en mano, pujaban para pasar al otro lado. Cuando se les preguntaba lo que estaba pasando, los gendarmes se encogían de hombros. Pero dejaron pasar a la gente sin efectuar un solo disparo.
Lo demás fue pura fiesta. Gente totalmente extraña abrazándose y cantando. Caravanas de trabis, los diminutos coches de los alemanes orientales, recorriendo con su particular traqueteo las calles de Berlín occidental y la gente subiéndose a la gigantesca pared de hormigón para celebrar el reencuentro de un pueblo.
Muchos en aquella noche sólo querían ver cómo era el otro lado y volvían cargados de productos que durante mucho tiempo codiciaban a través de la televisión de la vecina Alemania: naranjas, bananas, uñas postizas y cerveza en lata.
La caída del muro de Berlín llegó de forma inesperada. Los analistas habían barajado distintas posibilidades de gobiernos comunistas moderados, pero nadie pensó que tras 28 años caería el símbolo de la Europa y del mundo divididos en capitalismo y comunismo después de la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo los pasos de Polonia y Alemania Oriental, varios países del antiguo bloque comunista depusieron a sus regímenes en un efecto dominó que acabó con el colapso de la Unión Soviética en 1991.
Los eventos de aquel año 1989 darían paso a una aventura de 20 años que aún sigue en marcha. Una región entera tuvo que comenzar a vivir sin paternalismos y aprender que la democracia y la libertad también tienen su precio. Países en América Latina, África y Asia perdieron benefactores y fueron obligados a reorientarse en el nuevo orden político mundial.
María Laura Aráoz (dpa), Berlín
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