4 de octubre de 2010

William Blake – El anciano de los días

William Blake – El anciano de los días

William Blake (Londres 1757-1827) fue un artirta poco conocido en su época y que quedó al margen de los movimientos pictóricos del momento. Un autor por tanto que no parecía llamado a protagonizar una revisión de la plástica contemporánea con una importante incidencia posterior. Es más, ni tan siquiera puede considerarle propiamente como pintor, en parte porque principalmente ha pasado a la historia como escritor, y porque como artista plástico sería más preciso definirlo como ilustrador.
En este sentido se sintió identificado con la actividad de los iluminadores medievales, de lo que extraemos una connotación romántica que en este caso sí lo acerca a la estética de sus contemporáneos. Como ellos dibujó e ilustró sus propios textos, de tal forma que muchas de sus imágenes son parte de su literatura y viceversa, razón por la cual su plástica adquiere un estilo enormemente peculiar, ya que en muchas ocasiones se puede considerar una expresión literaria en imágenes.
De ahí también que sus estampas sean de figuras planas y carentes de perspectiva, al buscar precisamente el efectismo de la planitud, sin dejar que la superficie del papel perdiera su propia cualidad bidimensional.
Pero la singularidad de Blake va mucho más allá. Él como otros artistas visionarios de su época (véase Boullé en arquitectura o Piranesi por sus grabados) se siente atraído por un mundo fantástico y extraño, una realidad diferente a la nuestra, en la que él encuentra el único camino para la regeneración del Hombre. En el fondo es la respuesta a una realidad pesimista de la que se quiere huir. Blake la encuentra en sus apariciones fantasmales, en su universo de noches y tinieblas.

Plásticamente todo ello se traduce en una concepción muy simple de la representación, en la que cobra una importancia extraordinaria la luz, siempre efectista y contrastada, y el color, de gamas poco habituales y que contribuye a concebir la iluminación de sus obras en tonos crepusculares aún más misteriosos y fantásticos. Téngase en cuenta además que tanto sus técnicas de ilustración, así como sus acuerelas le otorgan además a la luz un carácter “liquido” que alejan sus imágenes de la realidad cotidiana..

Al identificarse tan estrechamente con sus textos, ya hemos hablado de su planitud, pero por la misma razón sus composiciones se desentienden de cualquier criterio realista, distribuyéndose las figuras por todo el papel, aunque suele enfatizar el centro de la superficie ilustrada, de la que suele irrumpir una figura que parece así, entre la tiniebla, una auténtica aparición.

A todo ello hay que añadir también una influencia evidente de Miguel Ángel, especialmente en la concepción de las anatomías de sus figuras, cuyo vigor y fortaleza recrean la misma tensión que las musculaturas miguelangelescas. Aquí en todo caso prevalece el sentido del dibujo, con una especial precisión en la línea, que una vez más contribuye también a la irrealidad de las imágenes.

En resumen una representación mística, pero que en este caso no responde a una religión determinada. Más bien es al contrario. Es la visión mística de quien ya no cree en ninguna religión y ve el mundo abocado al desesastre por falta de una espiritualidad acertada. Es por ello una visión apocalíptica, y sus imágenes llenas de la misma irrealidad que las de la época románica (de los códices e iluminaciones de la Alta Edad Media) buscan precisamente en su misticismo, en su espiritualidad, como aquéllas, un camino de introspección, de reflexión y de sublimación del mundo terreno y materialista.

Concretamente este Anciano de los días, es una acuarela que responde a todas las carecterísticas plásticas que hemos ido analizando hasta ahora, de hecho parece una divinidad que mide y controla el universo, en una típica aparición en la que tienen mucho que ver los efectos de la iluminación ya comentados; también la antomía a la vez tan simple y robusta del anciano; ese viento tormentoso que arrastra sus barbas y cabellos, así como la inserción de la imagen en una serie de figuras geométricas básicas que crean la trama compositiva de la obra: el círculo o el triángulo.

La imagen que resulta es de un indudable impacto, extraña y celestial, misteriosa y divina.

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