22 de mayo de 2011

Erupción volcán Islandia - Grimsvotn

image Catorce meses después de que el volcán Eyjafjallajokull desatara el caos en el espacio aéreo europeo, obligando a suspender cien mil vuelos y trastocando los planes de 8 millones de viajeros, la naturaleza vuelve a reclamar atención. Y lo hace también desde Islandia, uno de los lugares más inestables del planeta desde el punto de vista geológico. La Agencia Europea para la Seguridad y la Navegación Aérea (Eurocontrol) fijaba el sábado su radar en el Grimsvotn, un volcán situado en el corazón de un glaciar que ocupa 8.100 kilómetros cuadrados, el 8% de la superficie de Islandia. Una región despoblada sin posibilidad de cultivos y, al mismo tiempo, un paraíso para los aficionados al trekking y la fotografía.

image La autoridad de control aéreo de Islandia (Isavia) ordenó en un primer momento el cierre de los aeropuertos en un radio de 220 kilómetros, aunque posteriormente decidió extender la suspensión de operaciones a todo el territorio nacional. Pese a la aparatosidad del fenómeno, los expertos parecen coincidir en que la erupción del Grimsvotn no tendrá los efectos catastróficos de su vecino ni afectará a los vuelos transoceánicos. Y no porque resulte más liviana. De hecho, la mayor densidad de los materiales arrojados a la atmósfera impide que estos se desperdiguen con la misma facilidad, alejando en parte los temores. Anoche, las autoridades del Eurocontrol debatían sobre el impacto que tendrá la erupción y las medidas para gestionar el tráfico aéreo, en coordinación con los centros volcánicos de Toulouse y Londres.

A 20 kilómetros de altura

El manto de cenizas, sin embargo, ha empezado a cubrir ya varias localidades situadas en los alrededores del volcán, donde los bosques brillan por su ausencia y en su lugar se suceden los campos de lava y el musgo da al paisaje un tono uniforme. Por el momento, los vientos dominantes empujan la nube piroplástica en dirección noreste, donde se suceden los cursos de aguas bravas que acaban en cataratas como Deltifoss, paredes basálticas y un sinfín de fiordos que parecen sacados de una película de vikingos. La última erupción del Grimsvotn tuvo lugar en el 2004, pero todo apunta a que la del sábado a las 17.30 horas es la más potente que registra el cráter en los últimos cien años.

La isla está encaramada a la dorsal oceánica, una cadena montañosa que discurre bajo el Atlántico a lo largo de 18.000 kilómetros, una costura a la que le saltan las puntadas con relativa frecuencia. El espectáculo es sobrecogedor. Coladas de magma que resquebrajan el paisaje helado del Vatnajokull -la tercera capa de hielo continental más grande del mundo, después del Polo Sur y Groenlandia- y columnas de humo que se encaraman hasta una altura de 20 kilómetros, todo ello entre explosiones que parecen socavar el suelo bajo los pies y con el sol de medianoche sin acabar de ocultarse bajo la línea del horizonte.

Islandia, con un área similar a Castilla y León y la población de Vigo, es un paisaje de hielo y fuego, aunque el primero se derrita en caudalosas cataratas con la llegada del verano y el segundo discurra bajo tierra, oculto a la vista y visible solo en forma de plantas geotérmicas que sirven de principal fuente energética. Los vulcanólogos calculan que la tercera parte de las coladas volcánicas registradas en el planeta han tenido su origen en el país nórdico, aunque a veces pasen desapercibidas porque los cráteres se sitúan en el centro de un glaciar, a varios cientos de metros de profundidad. Eso es lo que ha ocurrido en Grimsvotn, un sistema lacustre de cien kilómetros de longitud por 15 de ancho en cuyo centro se abre el megacráter donde el pasado sábado se registraron las primeras explosiones subglaciares.

La isla, que ha pasado en un tiempo récord de paraíso del Estado del Bienestar a sucumbir a la cara más amarga del capitalismo, es mundialmente conocida por sus volcanes; desde el Snaefells que sirvió a Julio Verne para situar la puerta al centro de la Tierra hasta el Hekla, que erupciona con puntualidad casi británica cada diez años. O el Krafla, al norte del país, que ha regalado a la comunidad científica maravillas como los cráteres de fisura, que agrietan la tierra firme como si se tratara de una capa de hielo, entre géiseres y solfataras con olor a azufre.

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